Hacer las maletas

Vivo entre maletas. A veces, las consigo agazapar bajo la cama; otras, tan solo me conformo con encajonarlas en un hueco de alguna de las paredes de mi piso de alquiler en zona dos. En cualquier caso, no están vacías, sino que he conseguido llegar a un trato con ellas: cuando no las arrastro por el mundo, hacen de armario en un Londres «dos estaciones». Hacer las maletas y nunca dejar de hacerlas. Lo pensaba el otro día, mientras tiraba de una al montarme en el tren en el aeropuerto. Media vida haciendo la maleta y otra media combatiendo en el estómago un entresijo de sentimientos.

IMG_5394

La primera persona en dibujar una maleta en mi día a día probablemente haya sido mi padre. Maleta fugaz, maleta con nudo en la garganta. Y así, como quien se acostumbra a ir a natación los martes y a inglés los jueves, yo me habitué a la felicidad de ver aquellas ruedas en el salón de casa un sábado y también, a la tristeza del domingo por la noche cuando rodaban de nuevo.

Luego me tocó a mí. La universidad llamaba a mis puertas y no dudé ni un instante en hacer las maletas. La vieja Compostela me regaló una maleta mojada, con resaca, a veces, y libros, casi siempre. El arte de llenarla, cerrarla y rodar con ella por las calles empapadas para cazar el tren regional de turno, sería el óptimo entrenamiento hasta que la gran sorpresa llegase. Y así aterrizaba la siguiente maleta: cargada de sueños. Se llamaba París y me prometió adrenalina una noche de septiembre, en un frío vagón de la línea Hendaya-Montparnasse.

Cuando volví a la realidad me encontré con una maleta de fin de semana. Se preparaba en poco tiempo y apenas se deshacía. Con ella volé a diversos destinos: Oporto, Madrid, Londres, Atenas, París, Lisboa, Florencia, Ibiza, Roma… El amor a distancia, como lo llaman, un amor de estación, de verano azul, de postal de nieve. Por eso, entre beso y beso, estación y aeropuerto, aprendí a llevarla conmigo sin apenas sentir su peso.

La maleta de fin de semana tenía los días contados. Llegaban las decisiones. El futuro en tus manos. La más pesada de todas las maletas; la que iba a cambiar mis días, mi idioma, mi personalidad… ¿Y cómo meto yo una vida entera aquí?, pensé. La difícil tarea de elegir lo que te llevas y lo que se queda, seleccionar pedacitos de vida y sobre todo, encontrar la fuerza y cerrarla con cremallera para que siempre te acompañe. Septiembre llegaba una vez más con una maleta sin billete de vuelta. Próxima parada: Londres.

Los comienzos en la isla no fueron fáciles. No poder ser tú las veinticuatro horas del día no es tarea sencilla. «Esto no es París», me dije muchas veces. Aquí hay que encontrar amigos por la ciudad, conseguir un trabajo, mejorar un idioma y aprender a ser, en mi caso, una Marta en Londres. Me llevó tiempo, quiero decir, el poder vivir sin pensar en la próxima maleta. Poco a poco, al igual que los bebés empiezan a caminar y a explorar, yo me fui enganchando a una droga llamada Londres. Sin darme cuenta empecé a caminar deprisa (todavía más), a maldecir a los turistas y a la compañía Transport for London. Empecé a leer el Time Out, a beber Bloody Marys y a apuntar quedadas con amigos en el calendario… Mi nueva ciudad me premió con un montón de maletas. Algunas me trajeron música y paisajes de ensueño, lugares con los que había soñado desde pequeña, y otras me mimaron con la tranquilidad que solo se respira en el hogar familiar.

Entonces se iniciaron las conversaciones en la retaguardia. La voz del pueblo habló y yo sentí una zancadilla en el corazón. Brexit, aquella palabra recién nacida que hacía un tiempo había conseguido colarse en los periódicos, parecía ahora hacerse con todas las portadas. Y otra vez, la pregunta oxidada: ¿Hacer las maletas?, pensamos muchos. De pronto asistí a una guerra fría más allá del enfrentamiento isla-continente. Amigos que se dejan de hablar, comidas de trabajo incómodas, fuga de noticias en las que un inglés agrede a un extranjero por expresarse este último en su lengua materna. La gloriosa Gran Bretaña de tiempos pasados florecía de la noche a la mañana bajo un voto xenófobo disfrazado en nombre de la Economía. El circo político se disparaba y el alto nivel de ignorancia del ciudadano con pasaporte británico sorprendía a unos cuantos, dejándome a mí indiferente. Me refugié en la República de Londres, en donde parecía que la cultura y el sentido común habían ganado, sin olvidarme de que todo había cambiado y que los daños eran irreparables.

El futuro es bastante incierto, por eso nunca pierdo de vista mis maletas. Al fin y al cabo, estas siempre me han vigilado y estoy totalmente convencida de que no sabría vivir lejos de ellas…

 

 

 

 

Deja un comentario