Sol de medianoche

Lo que más nos gusta hacer juntos a mi madre y a mí es ir a Notre Dame. Sentarnos en la explanada donde se encuentra el punto cero y hablar con las palomas. Mientras cientos de turistas sacan fotos frente al río, mi madre me cuenta lo que se esconde en lo alto del campanario de la catedral. Al parecer, un tal Quasimodo, un hombre bajito y con joroba vive oculto allí arriba en compañía de tres gárgolas de piedra, Víctor, Hugo y Laverne. El Juez Frollo, su tutor, no le permite bajar a la ciudad, sin embargo, un día Quasimodo se escapó y se enamoró…

MI MADRE

A mi madre le encanta París. De hecho, creo que si alguien la llevase a otra ciudad no sabría cómo vivir. Mi madre es muy guapa, o al menos, eso es lo que dicen todos. Excepto cuando llora. Entonces sus ojos se vuelven tristones y su nariz se pone roja.

Mi abuela dice que si en otra vida tuviera que ser un animal, nacería sin duda, pájaro. Al principio pensé: ‘Qué extraño… ¿Acaso, pueden los pájaros tener bebés?’ Pero pronto entendí que en lo que más se parece mi madre a un pájaro es en la facilidad de desaparecer. Cuando duerme, por ejemplo. Casi siempre vuela hasta un escenario con miles de personas a su alrededor. Entonces comienza a bailar. Da vueltas y vueltas sobre sí  misma. Parece un pájaro. Está guapa y feliz. Cuando la música se detiene, sus pies vuelven al escenario. Mi madre busca entre el público a alguien, que no consigue encontrar. Entonces se despierta llorando y su nariz se vuelve roja.  

Mi madre es bailarina de ballet, aunque hace ya unos cuantos meses que no la llaman para actuar. Desde pequeñita supo que lo suyo era bailar. Y fue precisamente, gracias a la danza, cuando conoció el amor. Aquella tarde de diciembre de 2005 París era una estampa blanca. La nieve que caía del cielo se fundía junto al dorado de la fachada de la Ópera Garnier, haciendo de éste un lugar, si cabe, más mágico. Antes de que comenzase el ballet de El Cascanueces mi madre pensó que quizás el público pudiese sentir el latido de su corazón.

MI PADRE

Al otro lado del escenario, en el patio de butacas, se encontraba mi padre. Mi padre no es francés, sino de un sitio llamado Noruega, un lugar, donde según mi madre, el cielo y la tierra se pintan de amarillo y rojo en plena noche. Mi padre es un hombre alto y rubio, de piel muy clara. Sus ojos son del color del cielo y se esconden tras unas grandes gafas de pasta negra. Aquella fría noche de diciembre, hacia el final del primer acto, cuando Clara y el príncipe viajan a un nuevo mundo en el que reinas y hadas los reciben, mi padre se sacó sus gafas. A continuación, limpió los cristales y pestañeó dos veces. Después pensó: ‘Acabo de ver un hada’. 

Dos horas más tarde, un fuerte viento acompañado de preciosos copos de nieve recibía a mi padre en la Plaza de la Ópera, donde en aquel momento todo el aforo del Cascanueces se peleaba por conseguir un taxi. Como uno más, mi padre se armó de valor para participar en aquella pequeña y helada lucha. Fue entonces cuando volvió a ver aquel rostro que hacía sólo una hora le había nublado la vista y hecho viajar a lugares que ni él mismo sabía que existían. Sin apartar su vista del hada, preguntó:

-¿Buscas un taxi?

El hada miró a su alrededor como si alguien hubiese llamado su nombre.

-Disculpa, no me he presentado – añadió mi padre un tanto nervioso. Mi nombre es Alrik.

Mi madre miró hacia arriba y lo vio. A pesar de su altura y sus gafas de persona seria, Alrik no podía disimular su expresión de frío y nerviosismo, así que mi madre sonrió y le tendió su mano.

-Yo soy Marion, encantada.

PARÍS

¿Y cómo es escribir sobre lugares a los que no perteneces realmente? Me refiero, yo podría escribir horas y horas sobre París porque he nacido aquí. Aquí me he criado, aquí viven mis amigos, aquí me he enamorado, supongo… – sonrió Marion cogiendo su taza de chocolate caliente.

-Imagino que si escribes guías para turistas y viajeros debes describir a la perfección cada país, ciudad y rincón, lo que según mi punto de vista no es fácil…. -insistió la bailarina.

Mi padre en ese momento luchaba por recordar las palabras de su hada, sin embargo la chispa en la mirada de mi madre se empeñaba en distraerlo. Si algo tenía claro al margen del hecho de que desde hacía una hora mantenía una conversación con un hada, era que ese mismo ser era la propia ciudad en mujer.

-¿Crees que te podría describir ahora mismo? -preguntó Alrik clavando sus ojos en los de Marion.

Esta vez el hada tramitó un silencio. Sus mejillas se enrojecieron y su pulso la obligó a posar el chocolate en el platillo.

-¿Perdón? – pronunció ella. ¿Quieres describirme físicamente? – preguntó.

Marion sabía con certeza que Alrik se atrevería a describirla como mujer en todas sus vertientes. Y algo en su interior deseaba que comenzase.

-Te describiré tal y como eres – sentenció Alrik muy seguro de sí mismo.

Marion esconde vida y a la vez melancolía. Si fuese una ciudad, desde luego sería París. Romántica, viva y un tanto impredecible. Le gusta fijarse en las pequeñas cosas, como por ejemplo, en esas palomas que revolotean los quais del Sena y después vuelan y vuelan por el cielo de París hasta posarse… ¿quién sabe dónde? Quizás en los tejados de la Belleville o tal vez junto a Notre Dame, esperando a que el pobre Quasimodo salga y las obsequie con un bam bam triste desde lo alto del campanario…

Marion es soñadora. A veces sueña hasta despierta. Por eso le gusta la danza. Cuando se viste de blanco parece un hada…

Las palabras de Alrik conseguían dibujar en Marion una sonrisa dulce, más que el chocolate caliente que ella sostenía en sus manos.

-¿Cómo sabes que me fijo en las palomas?- interrumpió Marion.

-¿Y por qué lo iba a saber?- respondió el noruego sonriendo.

Por un momento Marion deseó escaparse con aquel hombre. Precisamente como hacían las palomas de París. Volar y volar, sin ningún destino aparente. Simplemente perderse por la ciudad.

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Marion consiguió abrir sus ojos ayudada por la tímida luz de diciembre que, a duras penas, se colaba por la ventana del dormitorio. Cuando miró a su acompañante, este ya se había despertado. Boca arriba, contemplaba algún lugar del techo. Por su expresión, parecía como si llevase horas en la misma posición.

-¿En qué piensas? – se atrevió a decir Marion, dispuesta a interrumpir aquella escena contemplativa del noruego.

Alrik contestó sin mover su mirada de aquel punto. 

-Pienso en las coincidencias de la vida-  dijo suavemente.

Marion no quedó de todo satisfecha con aquella respuesta. Necesitaba algo más. Alguna información capaz de hacerla sentir parte de aquella historia. En efecto, la vida estaba llena de coincidencias, sin embargo, mi madre anhelaba que mi padre le contase las suyas…

Entonces ella se dispuso a mirar el techo de la habitación.

 -¿Cuánto tiempo llevas en París? – Marion decidió dejar los pensamientos filosóficos entre las sábanas y obsequiar a su acompañante con el mejor regalo que se le pudiese ocurrir: París. 

-Una semana- respondió Alrik, con cierto tono de curiosidad.

-¡Entonces no has visto ni la mitad!- sonrió mi madre. 

Y así fue como mi padre descubrió lo mejor de París de la mano de un hada.

Juntos descubrieron la ciudad que cada año seguía siendo capaz de enamorar a cientos de turistas de distintos rincones del mundo. Una ciudad que siempre escondía algo detrás de cada puerta, muro o esquina. Cuando mi madre ensayaba, mi padre caminaba frente al Sena o disfrutaba de una copa de vino, tan solo en las brasseries que formaban parte en una lista privilegiada que mi madre con mucha dulzura había escrito para mi padre. Cuando el hada terminaba de ensayar, entonces le enviaría un mensaje de texto a mi padre para darse cita en un lugar que él todavía no había conocido. 

Una tarde la cita tuvo lugar en la estación de Abbesses, en el barrio de Montmartre, al norte de París. 

-Ven, quiero que conozcas un lugar muy especial – dijo Marion cogiendo a Alrik de la mano.

De repente los dos se vieron frente a un muro gigantesco con cientos de baldosas de color azul en el que la frase ‘te quiero’ parecía inundarlos.  

-Es le mûr des je t’aime, y en él la frase ‘te quiero’ aparece en 250 idiomas – explicó mi madre con la expresión de admiración de un niño que ve algo por primera vez. 

Después de escanear la pared con los ojos durante unos minutos, mi padre señaló la frase mágica en noruego. Los ojos de mi padre dejaron de ser azul cielo para alcanzar la tonalidad de un océano a punto de romper en lágrimas. 

Jeg elsker deg– le soltó, clavándole la más sincera de las miradas.

Marion sintió aquellas palabras de un idioma muy lejano más cerca que nunca, sentenciando una vez más en aquel instante que la belleza de París y la vida nunca habían dejado de sorprenderla.

Jeg elsker deg– repitió ella.

Los ojos de mi padre habían vuelto al azul cielo y miraban a su hada como quien agradece ver un oasis en medio del desierto que no parece tener fin. 

Yo te he enseñado uno de los rincones más especiales de mi ciudad. Si tuvieses que elegir uno de tu fría Noruega, ¿cuál sería? – preguntó Marion con rostro impaciente.

Alrik la miró a los ojos y muy serio respondió.

-Sin duda, te enseñaría el sol de medianoche para que pudieses sentir lo que Knut Hamsun describe en su obra. El cielo y la tierra se convierten en uno y la luz que te rodea es eterna; casi, casi como la que tú irradias. 

Marion recibió aquellas palabras como un soplo de adrenalina.

¿Me llevarás algún día a tocar ese lienzo de colores? – preguntó ella.

-Ven aquí – contestó él. 

Y los dos se fundieron en un abrazo que algún que otro turista aprovechó para inmortalizar junto al muro de amor más grande de París. 

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Aquella tarde, mi madre salió antes de lo normal, cogió su móvil y envío un mensaje a mi padre con la cita del día. Sin embargo no obtuvo respuesta. Mi madre, extrañada, llamó a su hotel, en donde el recepcionista muy amable le informó de que el señor había dejado su habitación por la mañana y se dirigía rumbo al aeropuerto.

En ese momento el hada que había hecho resucitar a un joven escritor de viajes de mirada triste, sintió como el mundo se le vino encima y sin pensarlo dos veces corrió hasta el punto cero de la ciudad: Notre Dame. Aquella tarde en la misma plaza que durante el día alberga a mil y un turistas, quedarían tan solo mi madre y las viejas gárgolas de piedra. 

Marion abrió la puerta de su apartamento y encontró una hoja de papel doblada a la mitad. Y sin pensárselo dos veces, la cogió y se fue al sofá para abrirla. Su intuición no la había traicionado. Era una carta de despedida y el autor era Alrik. 

Mi querida Marion,

Sé que en estos momentos te estarán asaltando un sinfín de pensamientos contradictorios. Sé que no me odias, porque tú eres incapaz de odiar a nadie pero sé que deseas odiarme y no te culpo por ello. Marion, en esta carta no intento explicarte por qué me fui sin despedirme. Creo que es algo que todavía yo mismo debo intentar entender. ¿Recuerdas aquella mañana en la que me preguntaste en qué pensaba y yo te respondí en las coincidencias de esta vida? Oh, Marion, mi coincidencia fuiste tú. Nada más llegar a París me fui hasta su kilómetro cero, mi punto de partida para idear una guía por el gran París. Y allí sentado en la explanada con la vista puesta en las gárgolas que vigilan al pobre Quasimodo te encontré a ti. ¿Y sabes qué hacías? Te fijabas en las palomas que se posaban en las mismas gárgolas y que huían a saber dónde… Al cabo de dos noches me fui a ver el Cascanueces y como por arte de magia, tu esbelta figura y tu rostro de hada inundaron el escenario de luz. 

Lo que viene a continuación ya lo sabes. Nuestra historia. Sin embargo, yo nunca te conté la mía. Solo podré decirte que serás mi sol de medianoche en mis días sin esperanza. 

Gracias por haberme dado luz cuando me encontraba en la más oscura penumbra. Por eso, yo siempre te querré. 

Alrik

Marion terminó de leer la carta y se miró al espejo. Su esbelta figura temblaba y las  ganas de llorar se le apelotonaban en los lagrimales. Sin dudarlo un minuto, decidió averiguar la historia de un hombre que vivía de las palabras y por alguna extraña razón era incapaz de utilizarlas para contar el capítulo de su vida. 

Llamó al hotel y tras unos cuantos intentos consiguió la dirección de Alrik. Tomó el primer vuelo con destino Oslo y una vez allí cogió un tren hasta una pequeña localidad vecina. Cuando llegó a la puerta de la dirección que contenía su nota de papel, respiró hondo unos instantes, exhaló lentamente y tras unos segundos, llamó al timbre.

-No hay nadie – dijo una mujer asomada a la ventana de la casa de al lado.

-Disculpe, no hablo noruego. Estoy buscando al escritor Alrik Amundsen. 

-No está en su casa, ha ido al hospital a ver a su mujer – dijo la vecina en un inglés un tanto tosco. 

Marion tembló una vez más. Tenía ganas de sentarse en aquel porche y romper a llorar o quizás, mejor aún, romper una silla y gritar para que aquel frío país la pudiese oír. Tras unos minutos viajó de vuelta a la normalidad, así que cogió un taxi y se plantó en el único hospital de aquel lugar.

-Necesito ver a la señora Amudsen. Soy una amiga de Francia. – dijo Marion 

-La recepcionista la miró de arriba abajo y a continuación con cara de lástima dijo:

-Habitación 120. Lo siento mucho…

-¿Cómo está? – dijo sin pensar Marion.

-Lo siento, sigue en coma… – contestó la recepcionista.

Marion sintió que se desvanecía por un momento. La invadían la impotencia, el miedo y el olor a un hospital muy lejos de casa. Sintió que flotaba siguiendo la línea azul de aquel pasillo que solo conduce a las malas noticias. Llegó a la habitación 120. Y vio a través de la pequeña ventana de la puerta a un hombre en lágrimas, que se aferraba a la vida de una mujer debatiéndose entre dos mundos. Los lagrimales de Marion, esos que no soltaron gota en París, explotaron como una presa cuyas compuertas se abren de golpe.

Dispuesta a salir de allí, Marion volvió al mostrador de recepción para pedirle un último favor a la mujer que hacía unos minutos le había facilitado el número de la habitación.

-Por favor, ¿podría darle un mensaje al señor de la habitación 120 cuando salga? – dijo entre lágrimas, mientras escribía algo en una nota.

-Claro… – dijo la recepcionista sin saber muy bien qué decir.

-Dígale que un hada le ha dejado esta nota:

(Yo no te odio)

-Pero señora…. -balbuceó la recepcionista mientras Marion se alejaba corriendo. 

YO

Me llamo Knut, como el hombre que sale en un libro que lee mi madre junto a la ventana. Tengo los ojos azules del color del cielo y llegué al mundo la tarde de un 15 de octubre, justo en ese instante en el que París comienza a enfriarse y las hojas de color ocre tapizan la explanada de Notre Dame. 

-Mamá, ¿vamos a ver a Quasimodo? – pregunté ansioso.

-Ummm, se me ocurre algo mejor . ¿Qué te parece si esta semana vamos a conocer un sitio muy especial?

-¡¿En París?!

-Frío, frío…

-Dame una pista, ¡por favor, por favor! – supliqué

-Allí el cielo se pinta de rojo por la noche…

-¡Noruega! – grité

-Quiero enseñarte el sol de medianoche, Knut. -dijo mi madre abrazándome muy fuerte.

-¿Me va a gustar? – le pregunté mientras olía su pelo.

 –Te va a encantar – contestó mientras me besaba la frente. 

NORUEGA 

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