
Escena de la obra’ Jauría’, Premio Cultura Contra la Violencia de Género.
Ayer fui al Pavón Teatro Kamikaze a ver la obra Jauría, de Jordi Casanovas. Para los que no lo sepan, Jauría es una dramaturgia basada en la transcripción del juicio realizado a La Manada.
Yo tenía muchas ganas de ver Jauría. Había seguido bastante el tema en Inglaterra y escuchado buenas críticas acerca de la obra cuando la estrenaron el año pasado. Sin embargo, he de confesar, que ayer me senté en la butaca sin saber muy bien qué iba a encontrarme en aquel escenario. El caso es que esta obra no va de ser o no destripada. Esta obra hay que ir a verla para sentarte delante de la realidad, para que ella misma te remueva, hasta que te entren ganas de vomitar, de gritar o de llorar. Para que se te vengan a la cabeza mil y una situaciones, para repasarlas, para cuestionarte tu día a día. En definitiva, para mirarle a los ojos, sin apartar la vista, a la sociedad en la que vivimos.
A Jauría le bastan muy pocos ingredientes para hacer al espectador partícipe de una historia que, recordemos, se hizo mediática en el momento en que surge el debate público sobre la culpa de la víctima de su propia violación. Hablamos de un cubículo, seis sillas, seis batas de magistrados, un profundo acento sevillano y altas dosis de lenguaje corporal. Porque Jauría intimida. Y lo hace sin música, sin cambios de ritmo. Pero sí a golpe de testosterona, marcando terreno, asfixiando y denigrando desde la voz suprema, la del macho alfa. Una voz que llega tanto en forma de treintañero acusado, como de magistrado de sesenta y pico.
Al salir del teatro me encontré con una Latina llena de terrazas, de grupos de jóvenes apagando la tarde del domingo entre cañas. Muchos de ellos varones. Algunos con título universitario, otros sin él, y que unidos por la masculinidad, se les habrá escapado algún que otro ‘piropo’ al ver pasar a una tía. El caso es que a todas nos ha pasado. Lo de caminar por la calle tranquilas y que nos disparen con un comentario a bocajarro, desestabilizando nuestro paso, nuestra integridad física y psíquica, nuestro espacio vital y nuestra seguridad. Sin ir más lejos, a mí me pasó el sábado pasado. Me despedí de unos amigos a las nueve y media de la noche y pasé por delante de una pandilla de chicos de veintitantos quienes me miraron de arriba abajo y a continuación me escupieron un ‘guapa’ y algo más, que dado mi paso acelerado, no fui capaz de descifrar. Llevo tres meses viviendo en Madrid y me atrevería a decir que me he encontrado como mínimo con una Manada al mes.
¿Acaso no tiene que ver con la educación que recibimos que un hombre heterosexual vea normal el hecho de invadir el espacio vital de una mujer totalmente desconocida? Y lo que es aún más preocupante, que sienta que posee el derecho para hacerlo.
Pero quizás no haga falta irse hasta ejemplos tan explícitos; quizás nos valgan episodios no tan visibles para constatar (una vez más) la violencia machista que cada día sufrimos las mujeres. Es decir, pequeños comentarios que llenan nuestras conversaciones cotidianas. Soportar un micromachismo mientras estás pagando un servicio de taxi está a la orden del día. Tener que cruzar de acera para volver a casa, sortear el contacto visual por si las moscas o tener que escuchar como alguien del sexo opuesto te desacredita por ‘estar con la regla’ (and the list goes on).
Declaraba Gonzo el otro día en una entrevista que se negó a darle la mano a Santiago Abascal, presidente de Vox, porque él tiene muchos amigos moros y por lo tanto, no lo veía adecuado. Yo la verdad es que tampoco se la hubiese tendido. Más que nada porque soy mujer y la mayoría de mis amigos son mujeres y hombres homosexuales.
Jauría no es solo el caso concreto del terrible acontecimiento sucedido en Pamplona en julio de 2016, Jauría habla de muchas otras historias que no han tenido cabida en los medios, ni en un juzgado porque vivimos en una sociedad en la que esa masculinidad hegemónica sigue cuestionando y juzgándolo todo. Incluso tu propia integridad.
Mi más profunda enhorabuena a todo el equipo que hizo posible esta obra, por su atroz veracidad y por invitarme a reflexionar una vez más sobre este mundo en el que vivimos. Ese en el que cada vez hay más niñas que a los dieciocho piden como regalo unos pechos ‘nuevos’, en el que los niños siguen naciendo vestidos de azul y las niñas de rosa y en el que, al parecer, no importa demasiado si los adolescentes bailan el machismo a ritmo de Reggaeton, pero sí el que asistan a talleres de educación sexual. Pura jauría, diría yo.