Otra vez tú, octubre. Esta vez llegas arrasándolo todo, con la prisa en los talones. Como si se te cerrasen las puertas en plena lucha de gigantes. Y yo, que no puedo evitar pensar en lo que podría haber sido, decido mirar una vez más por la ventana; no vaya ser que un avioncito de papel aterrice en mi cuarto de baño (ese que se ha convertido en sala de té, despacho y rinconcito de pensar en los últimos meses) y me susurre que trae la combinación ganadora escrita en las alas. Imagino que de aviones saben en Teruel (allí parece que duermen todos los que no salen a surcar el cielo estos días), así que (resignada ante la falta de magia en el mundo) vuelvo a centrarme en lo mío, mientras le regalo a mis miedos una última cúpula en La Latina.

Después me dispongo a barrer los pedacitos de pensamientos que llenan este piso que tiembla en las alturas. ‘Qué mala pata’, pienso. ‘Ahora que ya me hacía gracia tu acento, nos toca hacer las maletas’. En cualquier caso, no te preocupes, que he decidido no hacer de esto un mar de lágrimas. Porque si bien a París lo he visto arder, a ti te he visto llorar (y eso que yo pasaba por aquí con ganas de cháchara, por aquello de darle tiempo de sanar a alguna que otra cicatriz). Así que volviendo al presente, parece que se nos ha echado el tiempo encima y me temo que me iré sin conocer la verdad de las calles del norte (al menos sí doy fe de que un domingo a primera hora de la mañana es posible ver unicornios por la Gran Vía).

Y puede que sí, que me haya acostumbrado a dormir entre bares, librerías y heroínas de barrio. El caso es que lo he comprobado, y por el asfalto del sur se pisan los mejores versos de todo Madrid. Por eso vuelvo a plantarme en la esquina de Toledo con la Cebada y como sigue ilegible, pienso en escribir de nuevo con tiza ese que dice: ‘Eres mi rincón favorito de Madrid’.

Ya de camino a mi pasadizo medieval (dicen que antaño fue un foso de agua) paso por Disfraces Paco y, como el chico (siempre me pareció que tenía cara de Luís) ya se dispone a bajar la reja, respiro aliviada: ‘otra noche que no se escapan esos salvajes’. Después sonrío y pienso que, en realidad, todos llegamos a un lugar con más monstruos de los que nos llevamos cuando nos vamos. Imagino que ya habla la melancolía, esa que se adhiere como el musgo a las paredes de los pisos vacíos. Porque ahora sí. Se me han acabado las balas. Y aunque tú no lo sepas, yo sigo subiéndome a los cerros. Mientras repaso cúpulas y recorto siluetas de montañas, he de reconocer que es verdad, que algo tiene el cielo de Madrid. También confieso que cuando veo un rayo me pongo a contar mentalmente, con la esperanza de que esos aviones que duermen en Teruel aparezcan de pronto y vuelvan a dejar su rastro en el atardecer más vivo, como ese que te bebiste a sorbitos tras más de sesenta días de soledad.
