
Hace veinte años me subía a un tren en la estación de Hendaya, todavía blindada por agentes de las fuerzas de seguridad del estado que sostenían enormes fusiles. Recuerdo el tren aminorando el ritmo para adentrarse en aquella grandiosa estación de apellido Montparnasse. En la vida siempre hay un antes y un después. El mío sucedió en aquel momento, cuando el tren cesó por completo y conseguí colocar el pie en el andén. Mis maletas, mi tímido francés y yo. Allí estábamos, temblando, cogidos de la mano ante lo desconocido.
Durante mucho tiempo, cada vez que las cosas se ponían difíciles pensaba en aquella postal de París entrando en el otoño del 2005. Aquel año en el que el cielo se tiñó de tonos ocres porque los coches ardían de noche. Mi radiografía de París comienza allí, al norte, en ese punto desde el que uno puede avistar el Eurostar procedente de Londres y la silueta del Sacré Coeur brillando en el horizonte. Un lugar remoto, muy lejos de aquel imaginario parisino infundado por Eugéne Atget y Cartier Bresson, durante mis clases de Fotoperiodismo de segundo de carrera. Y allí, en la misma periferia, fui inmensamente feliz.
Saint-Denis, distrito 93. El mismo que años más tarde el periodista de extrema derecha, Éric Zemmour, describiría como un lugar que desde hacía mucho tiempo distaba de ser algo parecido a La France. Poco a poco fui descifrando aquel lugar, desmontando una imagen idealizada del país de la igualdad, cuyos principios universalistas oscurecían las propias prácticas discriminatorias gestionadas por políticos y medios de comunicación.
Comencé a masticar el concepto de identidad, ese que hoy continúo descifrando a través de la voz de Leila Slimani y que en 2005 recorría las entrañas de Paris VIII. Eregida como la facultad de izquierdas, fue construida en la periferia de la ciudad tras el mayo del 68 para evitar que los disturbios estudiantiles pudiesen repetirse cerca de Nuestra Señora de París. Es la facultad de la cultura y del Séptimo Arte— en 2005 se impartía una asignatura dedicada al cine de Almodóvar—, la que acogía un mayor número de profesores y alumnos extranjeros. Era el espacio donde la cuestión post-colonial se militaba desde dentro. La fallida ecuación de ser inmigrante o hijo de inmigrante al mismo tiempo que francés. Una compleja cuestión que ya formaba parte de nuestro año Erasmus y, que a su vez, era capaz de explicarlo todo.

Hace veinte años en Saint-Denis, las mujeres abortaban libremente, cuidadas e informadas en los centros de planificación para la mujer. Los mismos centros que te facilitaban la píldora del día después sin que ningún señor de bata blanca te hiciese una entrevista. Este año en España se cumplieron cuarenta años de la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo, sin embargo, asistimos a un intento de regresión liderado por la ultra derecha con una retórica ultra católica plagada de síndromes inventados.
Hace veinte años corría por el Boulevard Saint-Michel mientras los antidisturbios se contenían frente a cientos de estudiantes. El Gobierno francés había aprobado el contrato de primer empleo (CPE), cuyo período de prueba era de dos años. Al final, tras varias semanas de movilización, la presión de la calle venció.
Hace veinte años fuimos a ver a Pedro Almodóvar a la cinemateca de Bercy en el estreno de su película Volver (algunos meses antes, mis compis de cine le ofrecían a Penélope Cruz mejillones de lata en la entrada de la mismísima Croisette de Cannes). También fuimos al cine a ver Múnich, la peli de Steven Spielberg en la que uno parece descender al infierno para confirmar una vez más, que matar no es una cuestión ideológica, sino moral.
Hace veinte años vi arder coches y camiones frente a un portal en la parada de metro Garibaldi mientras abandonaba una fiesta de estudiantes internacionales. Porque así sabían nuestras crémaillères (en francés, fiestas de inauguración), a vino tinto del Lidl envuelto en una tierna efervescencia amorosa ante lo desconocido. Porque lo que le sucedía a uno, lo sentía el otro. Y así, sin darnos cuenta nos convertimos en una gran familia en el “País de los otros” mientras París ardía frente a nosotros.
Saint-Denis, tan lejos de todo, residencia de inmigrantes del mundo. El barrio que mira al futuro y carga con la historia mientras su propia balade suena bien alto. El punto de referencia en la transformación del conflicto racial. Por todo eso, a veces me parece imposible haber vivido allí ayer y poder lidiar con lo que sucede a mi alrededor hoy. Ese discurso rancio de señores bramando, la homofobia de los más jóvenes y la misoginia exaltada en espacios cotidianos como el trabajo. Así que, a pesar de todo; de las diversas contradicciones de la vida adulta, prometo que siempre seré esa chica de veinte años, con sus bailarinas de diez euros de mercadillo del norte, que baila en las soirées junto al Sena y se apresura a coger la línea 13 para dormir en la periferia de París.
Hay años Erasmus y después está el nuestro. Poder decir que has vivido en París a los veinte suena casi a novela de Hemingway. Haber vivido en Saint–Denis creo que es de currículum vitae… Vous avez peur? Recuerdo que me preguntó una profesora en la universidad cuando el ruido de los helicópteros que sobrevolaban la zona se coló en el aula. En realidad, no. El verdadero miedo es hacerse mayor y no haber vivido.
Toujours, 93.
(Gracias a mi familia Erasmus, “Los Boca Negra”, por tanta diversión, amor y vino del Lidl. Je vous aime)