Sueño de una noche de verano

Veintiséis grados a las diez de la noche. Ventanas abiertas y una luz, la que la farola de enfrente de mi casa irradia y rebota en mi pantalla de Netflix. Anoche, por primera vez en siete años, he dormido solo con la sábana. Se desempolvaron la sensación de estirarse y sentir que la cama es más grande de lo habitual y ese calor, que a algunos nos hace viajar en el tiempo o, quizás, recordar toda una vida.

Los londinenses no llevan bien el calor. Presumen en las redes sociales cuando después de un largo invierno, una ola de calor del Sáhara azota Europa y como rebote, los obsequia con tres días de sol y altas temperaturas. Por eso sus cuentas de Instagram y Facebook se llenan de barbacoas, parques y los más veraniegos modelos, que habían sido reservados en el armario para ese viaje tan anhelado a las cálidas ‘emes’ (Marbella o Malta). Sin embargo, pasados unos días, la ciudad entra en un estado de caos: los trenes pierden la señal, la gente se desmaya en el metro, las papeleras vomitan envases de fast food, los pubs que hacen esquina obstruyen el paso a los peatones, las oficinas se convierten en neveras con escritorios y la población triplica su ingesta diaria de alcohol.

Es un hecho: la isla no lleva bien las temperaturas extremas. Y es que todo lo anterior se podría aplicar perfectamente hace unos meses, cuando la nieve paralizaba el país. La media de los ingleses carece de ‘memoria térmica’ porque ha vivido toda su vida en un país sin grandes oscilaciones de temperatura (aquí las únicas estaciones son las del metro y las de la pizza). Por eso, cada vez que el calor entra en escena, no es de extrañar que algún compañero de trabajo o amigo inglés te diga algo del estilo: ‘Uh, me siento como en un lugar…, ¡junto al Mediterráneo!’ Digamos que sí existe la memoria térmica pero está más bien asociada al historial viajero de cada uno.

El calor superaba la ficción en un Londres cuatro estaciones y de repente, empezó a percibirse en el silencio de la habitación, un lejano murmullo que poco a poco se convertiría en un zumbido familiar. El mosquito, otro gran protagonista de las noches de verano eternas bastó para hacerme viajar hasta la casa de mis abuelos, en Almería, y revivir uno de aquellos episodios estivales en los que mi hermana, mis primos y yo, después de ver películas de terror hasta las mil, nos metíamos en la cama tapados con la sábana hasta arriba ante ese miedo visceral de la infancia, capaz de hacerte soportar treinta grados de madrugada y una orquesta entera de mosquitos.

Decía Ana María Matute que la infancia dura más que la vida. Yo creo que la infancia es eterna y, por suerte, siempre sabe cómo y cuándo asomarse a la vida adulta. La memoria del calor me conduce a instantes de tranquilidad; como aquellas tardes en las que mi padre (tras una vida viviendo en los lugares más cálidos del país y parte del extranjero) maldecía a todos los santos mientras abría balcones de par en par en un Ourense a cuarenta grados a la sombra. Una estampa que se repetía cada verano y que significaba una cosa: vacaciones en familia.

Cuesta volver a la isla, a este calor, que se antoja un tanto desconocido entre tanto ladrillo visto. Mientras dure, intentaré fotografiar al máximo estas noches de verano, por si algún día, mi memoria térmica me invita a soñar con ellas.

Sueño de una noche de verano

En la parte superior: Londres un día de verano. En la parte inferior: Atardecer en Almería.

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